viernes, 19 de octubre de 2007

Texto sugerido por el Negro

Adolfo Gilly
Planeta sin ley


La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en que ahora vivimos es en verdad la regla.

Walter Benjamín

Cómo la vida es lenta

Y cómo la Esperanza es violenta.

Guillaume Apollinaire

Lo que en América Latina se dio en llamar "populismo" después de la Segunda Guerra Mundial eran alianzas políticas de direcciones nacionalistas con movimientos sociales populares, campesinos y obreros. De esas alianzas, sustentadas en diferentes formas de organización y movilización popular desde abajo, surgieron tres principales resultados:

a) Una nueva regulación de las relaciones entre capital y trabajo, una red legal protectora, antes inexistente, de los derechos y los ingresos de los trabajadores: sueldos y salarios, salud, vacaciones, estabilidad en el empleo, negociación colectiva, representación de los trabajadores en el lugar de trabajo. En otras palabras, una nueva generación de derechos del trabajo y una consiguiente ampliación de la ciudadanía.

b) Una nueva relación entre el Estado nacional y las potencias extranjeras.

c) Una marea de organización de los trabajadores, los campesinos y el pueblo, un nuevo sentimiento y una nueva práctica de la solidaridad, la afirmación del respeto a cada uno, eso que también se llama dignidad.

Estos derechos legales y organizativos eran la expresión material de la herencia inmaterial dejada por la experiencia de las largas décadas de luchas de los obreros, los campesinos, los pueblos, los indios, los morenos, durante los tiempos difíciles de la primera mitad del siglo XX; y no sólo de esas luchas sociales sino también, y sobre todo, de la más secreta y universal experiencia de sus vidas cotidianas, el reino –desde afuera invisible- de la vida social y política propia de las poblaciones subalternas.

No era ese mundo un paraíso. Pero en su novedad llevaba consigo una cierta carga de esperanza para las nuevas generaciones: la imaginación veía posible un empleo seguro, educación, salud, vivienda y descanso como porvenir social accesible para todos.

Se puede llamar a esto "populismo" si nuestra mirada se dirige a lo que las elites nacionalistas dirigentes pensaban y hacían. Pero le toca un nombre diferente si nuestra mirada y nuestro sentimiento parten desde lo que los grupos y clases sociales subalternas estaban haciendo y viviendo, desde sus experiencias y sus pensamientos.

* * *

Ahora todo aquello es pasado. Un entero mundo ha sido destruido. Hoy, como a finales del siglo XIX, otra vez hemos entrado en una época de violencia y despojo. Esta época fue inaugurada por una despiadada violencia estatal dirigida a abrir la vía, material y humana, al "mercado global desregulado". No la pacífica "libertad de mercado", sino Pinochet y Kissinger la iniciaron en Chile, para toda América Latina, con el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Así empezó este planeta sin ley de nuestros días.

Mucho más que un "modelo económico", el neoliberalismo es una forma de dominación, despojo y apropiación privada del producto social excedente y del patrimonio social, sustentada en una subordinación de la ciencia al capital que va más allá de todos los límites antes imaginados.

En varias sociedades latinoamericanas -México, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia...- sucesivas generaciones habían construido, trasmitido y aumentado un patrimonio social de servicios públicos, propiedad nacional, educación pública y recursos naturales protegidos que, insuficientes como fueran, pertenecían a la comunidad nacional. Estos "ahorros públicos" e "inversiones públicas" nacionales, transmitidos de generación en generación, durante los años 90 del siglo XX fueron desmantelados, enajenados y vendidos por tres centavos a los viejos y nuevos dueños de las riquezas y del poder.

La desregulación neoliberal, además, ha dejado casi indefensos a quienes construyeron ese patrimonio, sometidos hoy a la competencia entre la masa de los asalariados en el mercado global y a la desvalorización de su fuerza de trabajo. Por otra parte, nunca ha sido tan grande la masa global de asalariados, sus familias, sus relaciones y sus lugares de vida urbana o semiurbana: más de mil millones en el mundo, según la estimación de Mike Davis en Planet of Slums.

La expresión política que saldrá de este turbulento cambio social todavía en curso en América Latina no puede ser llamada "populismo", y ni siquiera "populismo radical". Más bien habría que buscar sus antecedentes históricos en las tradiciones del jacobinismo, del sindicalismo revolucionario, de los levantamientos populares urbanos y las revoluciones agrarias que cerraron la primera Bella Época, los tiempos de don Porfirio. Pero sus actuales y aún no precisados rasgos requerirán tiempo, sufrimientos y luchas para llegar a revelarse totalmente. Apresurarse a clasificar es embrollar las pistas.

* * *

El neoliberalismo ha originado una nueva mezcla de trabajadores despojados, desplazados e informales, junto con hombres y mujeres sin trabajo estable y sin calificación para ingresar al cambiante y restringido mercado de trabajo formal: migrantes, desarraigados, desempleados o transitorios, ambulantes, milusos, cartoneros, tanto adultos como niños.

Esta mezcladera y desarraigo violento de la fuerza de trabajo y las clases subalternas en América Latina es un proceso brutal y permanente en los barrios, los pueblos, los suburbios marginales sin protección ni ley de los centros urbanos y los centros de trabajo dispersos por el territorio. No es, en sentido alguno, un proceso de desindustrialización o marginalización. Por el contrario, es la gran avenida de la nueva industrialización, desde América Latina a Europa del Este a China, India, Indonesia o Sudáfrica.

Son gentes éstas forzadas hoy a adaptarse al desempleo, la vulnerabilidad, la precariedad, la carencia de vivienda, servicios públicos, hospitales, las migraciones, la inseguridad, la violencia y el hambre. Con su mezcla única de experiencias vividas y heredadas, estas poblaciones emergen con formas de organización y lucha recién inventadas. Hoy no están sólo resistiendo, como en los años 90 pasados: están contratacando en muchas formas originales y en terrenos apenas ayer inventados.

Entre los primeros reflejos en el mundo de la política formal de ese inquieto estado de ánimo al despuntar del siglo XXI, están los gobiernos mal llamados "populistas" como Lula en Brasil, Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador e incluso Tabaré Vázquez en Uruguay, junto al terceto radical -Bolivia, Venezuela y Cuba- que desafían abiertamente al gobierno de Estados Unidos. Hoy como hoy el FMI, el Banco Mundial y los centros financieros internacionales tienen que aceptar a estos dirigentes, por lo demás diferentes entre sí, como mediadores legitimados por el voto ciudadano.

El orden neoliberal global, por supuesto, llegó para quedarse. Esos cambios políticos no alteran la dominación global y sus bases esenciales en cada país. Pero son una prueba más de que ese orden, en más de un cuarto de siglo desde su irrupción, no ha sido capaz de alcanzar una legitimidad estable, como en cambio la lograron después de la segunda guerra mundial aquellos regímenes llamados "populistas".

Los subalternos latinoamericanos han empezado a utilizar algunas de las posibilidades de la democracia representativa: organizarse a plena luz, movilizarse legalmente, protestar, expresarse sin temor. Además tratan de utilizar en su provecho reglas del juego político reconocidas (aun cuando no respetadas): las elecciones, los derechos políticos de la ciudadanía, los derechos humanos de cada persona.

Por otro lado, muchos terrenos de organización antes existentes se han desvanecido o fueron destruidos por el orden neoliberal, mientras otros se han desplazado del aparato productivo al territorio: los comités vecinales de El Alto, Bolivia; los piqueteros y las organizaciones barriales de Argentina; el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil; las Juntas de Buen Gobierno de Chiapas y la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca en México; las organizaciones indígenas nacionales y locales en Ecuador; y numerosas otras por todo el continente, hasta las organizaciones de los migrantes mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos y las múltiples formas organizadas del insurgente movimiento indígena en México, Bolivia, Ecuador, Perú, Chile.

Este es el lazo sutil existente entre situaciones, antecedentes y salidas tan diversas como las de las rebeliones contra los gobiernos neoliberales en tres distantes ciudades latinoamericanas: Buenos Aires, Argentina, 2001; El Alto, Bolivia, 2003 y 2005; Oaxaca, México, 2006.

* * *

Esta situación social latinoamericana ha ingresado en Estados Unidos con las movilizaciones sin precedentes de los migrantes en 2006; y, por el lado opuesto, con las tareas represivas asignadas a la Guardia Nacional y el delirio de la construcción de una Gran Muralla en la frontera con México.

Todo esto forma parte de un turbulento proceso de definición de reglas y relaciones políticas, sometido además a las presiones provenientes por un lado de la economía mundial, y por el otro del Pentágono y el aparato militar mundial de Estados Unidos.

En 2005 el Pentágono tenía 737 bases militares distribuidas como una red sobre todo el planeta. Esta es la estructura material básica del mercado global capitalista: desregulado sí, pero bajo estrecha vigilancia e iniciativa militar también. Su subsistencia ulterior tampoco es concebible sin guerras y, finalmente, sin guerra global. La cuestión de la guerra es un tema cardinal de cualquier proyecto democrático y de izquierda en Estados Unidos. Como otras veces, es sobre todo desde adentro que se podrá por fin jalar el freno de emergencia a la hoy desenfrenada maquinaria bélica del imperio.

* * *

Los pueblos latinoamericanos, con tradiciones, intensidades y organizaciones diversas, están en movimiento por la recuperación y la expansión bajo formas nuevas, democráticas y autónomas, de las redes protectoras y solidarias y, además, por nuevos derechos, garantías y libertades. Las insurgencias indígenas en las tierras de las civilizaciones originarias, la movilización por derecho propio de las poblaciones de ascendencia africana en Brasil, Venezuela y el Caribe, forman parte de esta realidad emergente.

Por otra parte, es preciso no olvidar que el orden neoliberal tiene también sus pilares sociales, tal vez minoritarios pero no menos sólidos. En sus economías se han consolidado una espesa red de intereses de nuevos y viejos capitales nacionales y extranjeros, legales e ilegales, formales e informales; y también un sector social de técnicos, profesionistas, comerciantes, ejecutivos, expertos en nuevas técnicas y tecnologías, dispuestos a defender hasta lo último sus privilegios y su movilidad y que claman por la criminalización de la protesta social. De esos sectores agresivos y de su clientela proviene buena parte de la sólida votación que siguen obteniendo los partidos de derecha, de ellos se nutre la ideología conservadora de las cadenas de comunicación y la política neoliberal de los gobiernos de Colombia, Perú, México y varios otros.

Nada fue fácil antes, nada lo será mañana. Venimos del gran desastre universal de los años 90, el que consolidó e hizo más feroces a los nuevos y antiguos ricos de la tierra, el que engendró también la nueva furia de los antiguos y los modernos condenados de la tierra.

Que no nos vengan con que es el tiempo de la esperanza. Es ahora el tiempo de la ira y de la rabia. La esperanza invita a esperar; la ira, a organizar. Así irrumpió la revolución en Bolivia a inicios del siglo XXI. Así pueden despuntar otros porvenires en América Latina.

El llamado "populismo" de varios de sus gobiernos es una primera respuesta moderada -y significativa- al nivel de las instituciones existentes. Pero los más importantes y todavía no bien definidos procesos de insurgencia social están tomando forma en ese inframundo del orden neoliberal, pletórico hoy de movimiento y furia, poblado por las modernas víctimas de la explotación, el despojo, el racismo y la represión.

Hay un tiempo para la esperanza y hay un tiempo para la ira. Este es el tiempo de la ira. Después de la ira viene la esperanza.

* Texto leído como apertura en la sesión plenaria inaugural del Left Forum 2007: "Forjando un futuro político radical", Nueva York, Cooper Union, 9 marzo 2007, 19 horas. El foro continuó los días 10 y 11 de marzo, con 94 mesas de debate sobre múltiples temas de la izquierda. Concluyó el domingo 11 de marzo a las 17:30 horas con una sesión plenaria de clausura: "Más allá de mañana: reinventando la emancipación social".

martes 4 de diciembre de 2007 → Opinión → Bolivia: el espíritu de la revuelta

Adolfo Gilly/ II y última
Bolivia: el espíritu de la revuelta

Una revolución victoriosa, como la del octubre boliviano, implica un cambio de fondo en las instituciones y en el mando político. Es cuanto advino en las elecciones presidenciales de diciembre de 2005 y en la toma de posesión del presidente indio Evo Morales en enero de 2006. Pero mando político emergente y revolución que lo suscita, si bien conexos, son dos fenómenos en sustancia diferentes.

El nuevo poder es un resultado de la revolución, pero no es su encarnación. En las reflexiones finales de su libro Revolutionary Horizons – Popular Struggle in Bolivia, Forrest Hylton y Sinclair Thomson abordan esta cuestión crucial.

Los pueblos no van a una revolución en pos de una imagen de sociedad futura, anotaba León Trotsky, sino porque la sociedad presente se les ha vuelto insoportable. Su revuelta se nutre de la imagen de los antepasados esclavizados, no del ideal de los descendientes liberados, escribía Walter Benjamin.

Una revolución significa que nada volverá a ser como antes en los espíritus de los vivos y en sus mutuas relaciones; pero es también un homenaje a los muertos, un rescate de la memoria y de los penares de los antepasados humillados, una renovación del propio universo simbólico. Por eso ella repercute tanto en el territorio como en los tiempos venideros. Pero su duración es corta. Y si bien, cuando logra vencer, engendra un nuevo mando político, la insurrección no se encarna ni se prolonga en él y la fractura temporal se cierra: “mais il est bien court le temps de cerises”. Se trata entonces de otro tiempo sucesivo, aun cuando el nuevo mando pueda continuar afirmando: “La revolución soy yo”.

Discutir y sopesar la composición y los cambios ulteriores en los mandos políticos surgidos de una revolución tiene importancia. Pero subsumir allí su análisis y su significado es extraviar el camino y adentrarse en un teatro de sombras. Suelen hacerlo quienes, ellos mismos, sin sospecharlo van siendo también sombras de la vida verdadera que prosigue en otra parte, lejos de ellos.

La historia de las revoluciones suele ser tratada como la de su consolidación en tanto nuevo orden. En otros términos, la revolución habría sido un preludio necesario para ese orden. No es de este modo como este libro considera a esta tercera revolución boliviana que inauguró en el altiplano el siglo XXI.

Thomson y Hylton conceden toda su importancia al hecho de que la existencia del Movimiento Al Socialismo (MAS), encabezado por Evo Morales, pudiera dar un canal y un instrumento político a la insurrección popular cuyos protagonistas fueron los movimientos populares y sociales. Pero anotan:

“Morales y el MAS, antes que dirigirlas, más bien fueron a la cola de la insurrección de 2003 y 2005. Y en el terreno electoral, Morales y el MAS han funcionado como el único vehículo efectivo para la articulación nacional de los heterogéneos movimientos.”

Sin embargo esto no autoriza a esa dirección, continúan diciendo, para sostener que en lo sucesivo los sectores indígenas no necesitan tener una representación especial como tales (por ejemplo, en la Asamblea Constituyente), con el argumento de que “ya han logrado representación –a través del MAS”. En lugar de continuar en resistencia, prosigue el argumento oficial, esos sectores “necesitan ubicarse en este nuevo tiempo, el de ocupar estructuras de poder”.

Ambos historiadores se inscriben contra tal argumento: “Cualquiera fuese su intención, tales declaraciones desautorizaban, marginalizaban y silenciaba las demandas indígenas. Era un nuevo ejemplo de la condescendencia que ha infestado históricamente las relaciones entre los indios y la izquierda y que ha impulsado a los activistas indios hacia posiciones más radicalmente autónomas”. No basta con un presidente indígena para hacer, de la nación clandestina, la República.

Por supuesto, preciso es comprender los límites inelásticos con que topan quienes ejercen el gobierno, sea en la resistencia feroz de las clases desplazadas del poder y de sus representantes políticos y económicos, nacionales y extranjeros; sea en la jaula de acero en que aprisiona sus posibilidades de acción el nuevo orden neoliberal global, más la presencia inmanente de su poderoso sustento material, la fuerza militar de Estados Unidos, el Pentágono; sea en los límites materiales de la escasez, el encierro nacional y la pobreza.

Dicho en las palabras de los autores de este libro: “Hay consecuencias del presente cuya fuerza será difícil contener o revertir en el futuro inmediato. Pero, aún así, si bien la historia ha mostrado que los momentos revolucionarios dejan una marca indeleble en el futuro, ha mostrado también que el colonialismo interno y las jerarquías de clase son estructuras duraderas”.

Pero, por eso mismo, los movimientos del pueblo que dieron origen a ese poder no pueden confundirse con él. Necesitan preservar, no su indiferencia o su neutralidad hacia el nuevo poder que su rebelión engendró y al cual defienden contra enemigos comunes, sino su autonomía y su independencia con respecto a él.

* * *

La historia de las revoluciones queremos tratarla como la de esos momentos únicos en que los olvidados, los oprimidos, los humillados de siempre, los que construyen el mundo con sus manos, sus cuerpos y sus mentes, irrumpen y suspenden el tiempo del desprecio para inaugurar un tiempo nuevo, un momento, largo o no pero imborrable, de revelación de su propio ser, su inteligencia, su herencia que es la de todos los humanos.

“El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate. En Marx aparece como la última clase esclavizada, como la clase vengadora, que lleva a su fin la obra de liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos”, escribió Walter Benjamin en sus tesis sobre la historia. Es allí donde pervive y arde en secreto, en tiempos y territorios diferentes, el espíritu de la revuelta.

Aquellos momentos en que ese espíritu sale a luz y se torna vendaval, esas fracturas en el tiempo cuya duración debe multiplicarse por su intensidad, pueden luego quedar en suspenso y convertirse en memoria y en pasado; pero se convierten también en experiencia vivida y, en consecuencia, en reverberaciones interminables hacia todos los futuros posibles de quienes, como pueblo, los vivieron.

Tales son los temas de este libro excepcional, obra de dos historiadores que han seguido y vivido la vida boliviana.

Horizontes revolucionarios es una crónica, una historia y una arqueología de la insurgencia indígena en el altiplano de los Andes; y es, al mismo tiempo, un maduro fruto intelectual de la experiencia, el estudio y la reflexión.

lunes 22 de septiembre de 2008 → Política → Racismo, dominación y revolución en Bolivia

Adolfo Gilly
Racismo, dominación y revolución en Bolivia

“El problema en Bolivia es que el país está viviendo un proceso de reformas, sin salirse del marco democrático, pero tanto la oposición como el gobierno actúan como si estuvieran frente a una revolución”, habría declarado Marco Aurelio García, cercano colaborador de Lula en asuntos internacionales, según artículo de José Natanson en Página/12.

Me permitiré no tomar al pie de la letra, sino en irónico sentido, la declaración de Marco Aurelio García, hombre inteligente e informado que no puede dejar de darse cuenta de que si los dos protagonistas del enfrentamiento boliviano creen que se trata de una revolución, esa creencia es la mejor prueba de que, en efecto, lo es. El vicepresidente Álvaro García Linera, en cambio, ha dicho que lo que está en curso es “una ampliación de élites, una ampliación de derechos y una redistribución de la riqueza. Esto, en Bolivia, es una revolución”.

Tiene cierta razón: en Bolivia nomás eso ya sería una revolución como la de 1979 en Nicaragua. Pero lo que está ocurriendo es algo mucho más profundo y va más allá de las élites, la política y la economía. Es un cuestionamiento de los sustentos mismos de la dominación histórica de esas élites, viejas y nuevas. Viene de muy abajo, lo mueve una furia antigua y no lo van a detener las masacres de las bandas fascistas ni los frágiles acuerdos del gobierno con los prefectos de la Media Luna.

La masacre de Pando, con más de 30 campesinos asesinados a sangre fría por los sicarios de la minoría blanca, y las espeluznantes escenas de humillación, dolor y castigo de los indígenas en la plaza pública de Sucre y en las calles de Santa Cruz de la Sierra a manos de bandas de jóvenes fascistas, están diciendo a toda Bolivia que esa minoría blanca sabe bien lo que se juega: su poder no es negociable, sus tierras no se tocan, su derecho de mando despótico reside en el color de la piel, no en el voto ciudadano. La minoría blanca no está dispuesta a “ampliar” en sentido alguno tal derecho despótico, apoyada además en sectores blancos pobres cuya única “propiedad” es ese color de piel que los separa de los indios. Mucho menos dispuesta está a redistribuir propiedad o riqueza.

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La derecha boliviana, las viejas y no tan viejas élites, los dueños y señores de las tierras y las vidas, fueron derrotados por la inmensa revuelta indígena y popular que se inició con la guerra del agua en el año 2000, culminó con la rebelión de El Alto en octubre de 2003 y concluyó con el acceso de Evo Morales a la presidencia en enero de 2005. La nueva Constitución, aún sujeta a referéndum, y otras medidas del gobierno boliviano han sido pasos para consolidar al nuevo gobierno en el terreno jurídico, político y económico.

Este curso fue aprobado una vez más por la enorme mayoría del pueblo boliviano en el reférendum del 10 de agosto: 67 por ciento de los votos –es decir, más de dos tercios–, con puntas superiores a 85 por ciento en las comunidades del Altiplano. La minoría blanca dominante en la región oriental se ha sublevado y, con saña y ferocidad, desafía esos resultados electorales nacionales y amenaza secesión.

Esa minoría sabe bien que no se trata de meras “ampliaciones democráticas” sino de una revolución que cuestiona su poder y sus privilegios, el “entramado hereditario” de su mando despótico. Pues una revolución es uno de aquellos momentos culminantes en que el movimiento insurgente del pueblo toca las bases mismas de la dominación, trata de destruirla y alcanza a fracturar la línea divisoria por donde pasa esa dominación en la sociedad dada.

No se trata de la línea que separa a gobernantes y gobernados, cuestión política, sino de aquella que separa a dominantes y subalternos. El clásico nombre de revolución social se refiere a la subversión de esa dominación social y no solamente política o económica.

Esa línea divisoria es nítida y profunda en Bolivia. No es tan sólo una dominación de clase, que sí existe. Es sobre todo una dominación racial conformada desde la Colonia y confirmada en la República oligárquica desde 1825 en adelante.

En esa dominación, ser ciudadano de pleno derecho significa ser blanco o mestizo asimilado. Para llegar a ser ciudadano, un indio tiene que dejar de ser indio y reconocerse y ser reconocido como blanco; romper con su comunidad histórica concreta, la de los aymaras, los quechuas, los guaraníes u otra de las muchas comunidades indígenas bolivianas; y entrar como subordinado recién llegado a la comunidad abstracta de los ciudadanos de la República. No se espera que la República cambie y sea como es su pueblo. Se exige que ese pueblo cambie en sus hombres y sus mujeres, renuncie a su ser y su historia y sea como es la República de los blancos, los ricos, los letrados, los hispano-hablantes –donde, por lo demás, el imborrable color de su piel condenaría siempre a esas mujeres y hombres a una ciudadanía de segunda. Tal es la índole de esta dominación.

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La fuerza de la revolución en curso en Bolivia se sustenta en una antigua civilización, negada en las leyes pero que persiste en los idiomas, las costumbres, las creencias, las solidaridades y las comunidades, tanto rurales como urbanas. Los dominados de piel morena no fueron traídos de otras tierras. Estaban ahí antes, eran y siguen siendo la civilización originaria. El cineasta Jorge Sanginés, en una película inolvidable, la llamó “La nación clandestina”. Guillermo Bonfil la denominó aquí “México profundo: una civilización negada”. Siguiendo sus pasos, la nombré “una civilización subalterna” en mi libro Historia a contrapelo.

Clandestinas, negadas o subalternas, el entramado social y cultural de esas civilizaciones originarias aparece a la hora de organizar las revueltas y las rebeliones de sus herederos y portadores, porque esas rebeliones y revueltas son de raíz tan profunda como profunda es la dominación de matriz racial.

Aquella fuerza viene también del entramado hereditario de los dominados y subalternos que se sublevan para conquistar todos los derechos que esa República racial les niega o les recorta: la dignidad y el respeto, los espacios de libertad y de organización, los recursos naturales de su tierra, la educación, la salud, todo cuanto constituiría el entramado social de una República de iguales.

El antiguo lema republicano “libertad-igualdad-fraternidad” tiene en tales rebeliones su doble: “tierra–justicia-solidaridad”. Pues no hay en esas latitudes libertad sin reparto agrario, igualdad sin justicia para todos, ni fraternidad sin solidaridad interior de las múltiples comunidades y de la comunidad entera de esa nación de naciones que es Bolivia. No se trata sólo de un nuevo orden político y económico. Se trata de lo que en el contexto boliviano constituiría un nuevo orden social. De ahí la violencia bestial de las reacciones de los grupos privilegiados minoritarios y sus sicarios, como en Pando, en Santa Cruz, en Chuquisaca.

Toda Bolivia, y en especial la Bolivia indígena y popular que ganó abrumadoramente el referéndum, ha visto por televisión y ha escuchado por radio esa violencia asesina ejercida sobre sus hermanas y hermanos. Esas imágenes les han vuelto a mostrar, mejor que todos los discursos, lo que ya han conocido y vivido en carne propia y en la de sus padres y abuelos. Han podido ver en vivo y en colores la amenaza de regreso del pasado.

No lo permitirán. Tienen suficientes experiencia y organización para saber cómo responder a la violencia con la violencia si sus gobernantes, de quienes esperan pero a quienes también exigen, no paran y castigan a los criminales, única salida sensata y efectiva que podría derivar de las negociaciones en la presente relación entre las fuerzas enfrentadas.

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La expulsión del embajador de Washington por conspirar con la derecha racista ha contribuido a poner a ésta en su lugar. Pero no la ha apaciguado. La reunión de presidentes sudamericanos en Santiago de Chile ha dado un respaldo al gobierno de Evo Morales y quitado ciertas esperanzas a los golpistas. Pero no los ha desarmado ni maniatado: tienen también sus aliados en esos países.

Sin embargo, no sólo los gobiernos juegan. En Bolivia las organizaciones indígenas y populares del oriente, del altiplano y de los valles están en movilización y algunas literalmente en pie de guerra. No parecen dispuestas a dejarse o a dejar la solución encerrada en la mesa de negociación entre el gobierno y los prefectos asesinos.

Un manifiesto del Gran Pueblo Chiquitano, de Oriente, decidió el 15 de septiembre que “han llegado a su límite de la tolerancia y hacen que el sentido de sobrevivencia y furia del Pueblo Chiquitano renazca para combatir a brazo partido por su Territorio, Dignidad y Autonomía Indígena”. En consecuencia, decide “ratificar nuestra consecuencia y lucha inquebrantable para defender los resultados del proceso constituyente, el cual ha recogido nuestras demandas históricas [...] ¡para que nunca más volvamos a ser esclavos ni sirvientes de los grupos de oligarcas y terratenientes de Santa Cruz!”; y “advertir a las Autoridades Cívicas y Prefecturales del departamento de Santa Cruz que los territorios indígenas titulados y en proceso de saneamiento son intocables, irreversibles e imprescriptibles”.

Un pronunciamiento de las Organizaciones Sociales del Oriente exigió el 17 de septiembre “al Parlamento y el Gobierno Nacional no tocar la nueva Constitución Política del Estado aprobada en Oruro el 9 de diciembre de 2007, sobre todo el capítulo de autonomías, puesto que allí se encuentran las principales demandas de más de 25 años de lucha reivindicativa. Nuestros caídos y nosotros, humillados y perseguidos, planteamos, marchamos y morimos por nuestra liberación y de todo el pueblo boliviano”.

Una denuncia de la Coordinadora de Pueblos Étnicos de Santa Cruz, el 17 de septiembre, dice: “Quienes asaltaron nuestras oficinas son mandados y pagados por los traficantes de tierras, latifundistas y esclavizadores de hermanos indígenas y por el Prefecto, Alcalde y Comités Cívicos, quienes se oponen a nuestra histórica demanda posicionada en la Nueva Constitución Política: las autonomías territoriales indígenas, sin subordinación a ningún nivel autonómico, que tiene carácter irrenunciable, pues es la base de nuestra liberación como pueblos”.

En este terreno, el de una revolución cuyos hacedores y protagonistas no están dispuestos a dejársela arrebatar ni a negociarla cualesquiera sean el costo y la violencia que los terratenientes y los racistas impongan, están los enfrentamientos en Bolivia. Tal vez la salida no sea inmediata. Pero, como en octubre de 2003, si aquéllos no ceden el desenlace por ellos buscado se resolverá en las calles y los campos. Es uno de los motivos de la alarma de los gobiernos de los países limítrofes.